Fig 1. Amanecer desde Mongat (Barcelona), domingo 1 de enero de 2017 hacia las 08:30./ Desinsectador 2016

Desde hace unos años, el primer día del año nos levantamos pronto. Mi mujer y yo saltamos de la cama, tomamos un café y bajamos a la playa para ver amanecer. No es fácil. Cuesta un poco. La noche anterior toca celebrar la entrada de año y nos acostamos más tarde de lo habitual. Sin embargo, qué mejor manera de empezar el año que disfrutando de algo tan bello como la salida del sol. Un espectáculo. Y si encima puedes ver el amanecer desde la playa y ver cómo emerge sobre el mar el astro que rige nuestras vidas, poco más se puede decir.

Hemos llegado a la playa un poco antes de las ocho. Clareaba. El sol iba a salir a las ocho y cuarto. Pero en el horizonte una cortina de nubes indicaba que tardaríamos un poco más en poder recibir los rayos anaranjados. Hacía frío. El termómetro del coche marcaba cinco grados sobre cero. Íbamos bien abrigados, pero poco a poco el cuerpo se empezó enfriar. Y suele hacerlo por donde más duele, por los pies.

Es bonito contemplar la salida del sol. Hace que te pares como mirando a la nada. Un alto en el simparar cotidiano. Unos minutos de meditación. Valoras lo que tienes. Te das cuenta de que ya es mucho. Y de que no te vas a llevar nada de lo que posees. Con suerte, te llevarás lo que eres. Entonces surge un sentimiento de agradecimiento a esta oportunidad de vivir.

Cada año se hacen planes para el futuro. Que si esto, que si aquello. Pero ya hace tiempo que no hago grandes planes. Si tengo que pedir un deseo, deseo descubrir, mirar, escuchar, aprender. Desconozco tantas cosas bonitas de este universo. Y también, mejorar como persona. Y esto es lo que más cuesta.